miércoles, 29 de diciembre de 2010

BRANQUIAS BAJO EL AGUA

“Branquias bajo el agua
es el baile de actualidad.
Branquias bajo el agua,
ideales go-gós.
Siente la tentación
de arrojarte de una vez
en mi pecera.
¡Cielos!. Los peces asustados…”
(“Branquias bajo el agua”- Derribos Arias).


      Un verano más escapando del horrible calor de Sevilla y aquí me tienen. Aquí me tienen. Cuando pronuncio esta frase, “aquí me tienen”, no puedo dejar de preguntarme a quién exactamente me dirijo, pues estoy sólo en mi habitación, en el apartamento que mis padres tienen en Punta Umbría y al que apenas van. ¿Por qué siempre que pienso escucho mi voz en off?. Demasiado cine, demasiadas novelas. No necesito justificar nada. La habitación en penumbra, la persiana echada, la luz punteada que penetra por los agujeros de la misma proyectando formas cúbicas en la pared como si de un calidoscopio se tratase, la cinta de noventa sonando en el radiocasete con una sola canción grabada en ella, repetitiva, machacona… “Branquias bajo el agua, es el baile de actualidad…” canta la voz. Sé que terminará y volverá a sonar, terminará y volverá a sonar… así hasta los cuarenta y cinco minutos de rigor en los que dejará de hacerlo, se oirá un ruido de cinta deslizante y el clac de la tecla del play saltando, y tendré que levantarme a darle la vuelta. ¿Por qué grabas toda la cinta con la misma canción?”, dice Mamen, mi pareja. Mamen y sus eternas preguntas. “¿Por qué no grabas otras canciones del mismo grupo y la aprovechas?, ¿por qué no grabas otras canciones?, ¿por qué no las grabas en un compact?, ¿por qué no te compras su disco si te gustan tanto?, por qué, por qué, por qué…, siempre por qué. Su olor a Nivea llegando desde la otra habitación, el chapoteo de los niños en la piscina comunitaria y un leve descenso en la pesadez del aire me hacen notar próximo el fin de la siesta, el ruido de los coches, las voces, las pelotas que botan y el momento en el que Mamen, una vez colocado el bikini, la camiseta, el pareo y las chanclas, bajará a darse un baño en la ría. Le doy a la tecla del stop, desenchufo el radiocasete, cojo mi vaso de ron con hielo y voy hacia el balcón. Cuando paso junto a la habitación de mis padres, donde ella se está cambiando, la veo casi preparada. Pero yo paso, sigo y me siento en la hamaca del balcón. Sopla una brisa fresca a pesar del efecto pantalla de los bloques de pisos, con sus múltiples párpados agujereados echados (aunque algunos comienzan a abrirse), con la colonia de nidos de golondrinas y vencejos bajo los balcones y por todas las fachadas. “Son las ratas del aire”, pienso. No paran de pasar volando alocados, entrecruzándose, en una coreografía aérea cuyo significado secreto se me escapa. Son como una secta con sus propias reglas. He oído que esos bichos nunca paran quietos, que duermen en el aire, suben unos metros, ponen el piloto automático y plap, a dormir. Los nidos se ve que sólo lo utilizan para las crías. Miro hacia abajo y desde la altura que da estar en un octavo piso veo a los niños divirtiéndose en la piscina. Me dan ganas de lanzarme desde el balcón hasta el agua, zambullirme, pero no darme con el cráneo en el fondo, eso no. Mejor no. El alcohol no me da la suficiente euforia para hacerlo y no estoy tan “amamonao” como esos guiris que vienen a España a morir lanzándose desde el vacío de sus vidas en países absurdos hacia otro vacío que les conduce a una muerte estúpida, desde el balcón de su habitación de hotel al fondo de losas azulado o al pavimento de granito, tal vez al césped. ¡Hay que ser gilipollas!. Un niño mira hacia mí, otro también, la madre a su vez, los coge de la mano y se los lleva rápidamente. Yo estoy con medio cuerpo fuera de la barandilla, mirando hacia abajo y apurando el vaso de ron con hielo. Tal vez la imbécil se ha creído que les iba a arrojar el vaso o así.

      “Me voy”, dice Mamen, y al mirarnos ambos sabemos que empezará la ceremonia diaria que pactamos desde que apareció en nuestra vida en común el publicista. El publicista tiene su apartamento algunas calles más allá, junto a la playa. Fue noviete de Mamen “en otra vida” y no me hace ni puta gracia cada vez que nos cruzamos con él y Mamen se para a hablarle. Desde que le prohibí hacer tal cosa y cada vez que nos encontramos, Mamen calla y no dice nada, pero yo sé que piensa, y me engaña. Lo sé. Esta mañana coincidimos en una tienda. Yo hice como que buscaba algo y los observé escondido entre varias marujas y un delfín hinchable a tamaño natural. Se hablaron. Él dijo algo de una moto de agua que se había comprado o así… Por todo esto ya no vamos a la playa. Como además a mí no me gusta el agua y a Mamen sí y para mantener el equilibrio conyugal y, al mismo tiempo, procurar no encontrarnos con el tipo, la dejo que todas las tardes baje a bañarse a la ría, más cercana al apartamento que la playa, y visible desde el balcón. Ella bajará, extenderá la toalla, mirará hacia arriba y alzará el brazo a modo de saludo para decir que todo va bien. En eso consiste nuestra ceremonia. Hoy Mamen ha bajado más seria de lo habitual. Algo no va bien. La cinta ha parado. Entro a darle la vuelta: …”…siente la tentación de arrojarte de una vez en mi pecera…, comienza la cara b con la canción cortada a la mitad. Me asomo al balcón y desde la ría veo a Mamen alzar el brazo saludándome. Todo marcha bien.

      Ha pasado un rato en el que he entrado para servirme otro ron y he vuelto para ver a Mamen saludando, he ido a buscar mis gafas y Mamen ha seguido saludando, ha acabado la cinta y Mamen sigue saludando. ¿Pero qué hace?. Se va a herniar con el brazo. Y es al volver a colocar la cinta cuando me he dado cuenta de que algo pasa, que no es normal que una mujer lleve un rato largo con el brazo levantado como una falangista exhibicionista colándose en un rodaje de los vigilantes de la playa, y salgo disparado hacia la ría así, sin camisa y descalzo, y al llegar a la arena veo a Mamen rígida, con el brazo levantado, saludando, con el agua hasta los muslos. Dos niños la toquetean indecentemente. ¡Mamen!. ¡Mi Mamen!. ¡Parad hijos de puta!. Salgo corriendo hacia el agua. Los niños huyen. Y es al llegar junto a ella cuando descubro el engaño, cuando toco el panel publicitario con la foto de Mamen, como el de las chicas que anuncian paraísos tropicales en las agencias de viaje, hábilmente anclado al fondo de arena por la mano… ¡del publicista!. Al oír el ruido del motor alzo la cabeza y veo a Mamen a lo lejos, abrazada al cuerpo del publicista que es quien conduce la moto de agua en la que escapan. Llevan una gran bolsa colgada atrás y cuando pasan junto a los grandes cargueros oxidados de la ría, como saltamontes gigantes flotando muertos en una charca de aceite, sé que no la volveré a ver más

sábado, 18 de diciembre de 2010

EL KRAKEN

  Para los que no me conozcáis, comenzaré aclarando algo: no soy para nada un intelectual. No me pagan para pensar, sólo para actuar y, por lo general, no lo debo hacer nada mal; mis jefes están contentos conmigo. La gente que piensa demasiado no sirve para este oficio, acabarían haciéndose amigos de los tipos que tienen que arrestar y eso no puede ser. Por eso soy bueno en mi trabajo, porque carezco de sentimientos de culpa, algo que muchos achacan a falta de inteligencia, pero los que piensan así son unos impresentables por lo general. Bueno, por lo general, no... Siempre.

   Aquella madrugada me encontraba en una ciudad con mar, lo cual facilitaba las cosas. Los jefes iban a estar allí para vigilarme desde las profundidades. Siempre es mejor una ciudad portuaria que una ciudad de interior porque en estas últimas sólo puedes contar con un río y eso con un poco de suerte. No siempre vienen los jefes o lo hacen de muy mala gana, con lo que no hay un control efectivo de nuestra tarea. En las que no cuentan con río, ni siquiera eso. ¿Se imaginan a un jefe sumergido en un canal o por los conductos de aguas fecales?. Pues eso. Y además, está el asunto del Kraken...

 
   Como les iba contando, allí estaba yo con mi uniforme nuevo, la pistola, la porra y unas esposas colgando del cinturón, vigilando las calles de aquella ciudad costera. Sentía la presencia de uno de los jefes cerca de la costa. No podría precisar a qué distancia exacta, pero estaba allí. Me encontraba en una de las plazas, junto al edificio que se me había asignado y llevaba un buen rato esperando, aburrido, sin saber qué hacer. Noté una vez más la presencia telepática del jefe como una punzada en la cabeza y supe que tenía que prepararme.

 
   Él apareció por una de las calles que desembocaba en la plaza, con sus torpes andares, su melena descuidada y una raída camiseta que llevaba estampada la portada de un disco de Iron Maiden, del año ochenta y pico..., vete tú a saber. Antes de dedicarme a este trabajo yo llevaba camisetas como esa, por eso lo sé. No estaba cometiendo ningún delito pero muy probablemente lo había cometido, lo iba a cometer, lo pensaba o tenía un amigo o conocido que lo estaba cometiendo, así que lo detuve. Le pedí el documento de identidad.

 
   -“¿Por qué?”, contestó el muy insolente.
   -“¿Por qué va a ser?. Tiene que identificarse cuando un agente del orden como yo se lo pide. Colóquese de espaldas con los pies separados y las manos donde yo las vea. Voy a efectuarle un registro.”

 
   El tipejo, que ya empezaba a caerme mal, me enseñó su documento y siguió mis instrucciones. En ese justo momento se abrió un portal y salió un hombre en bata y zapatillas. Llevaba un perro atado a una correa, un perro gordo y perezoso que tras olisquear un árbol, alzó la pata y comenzó a mear.

 
   -“¿Por qué no pides el DNI a ese señor?”, me dijo el tipejo.

 
    En ese momento, cuando estaba a punto de estamparle los sesos contra un muro cercano, sentí una vez más la punzada del jefe en la cabeza con mayor nitidez. “Aguarda”, me decía. “No debe haber reacción sin acción. No tardará en explotar.”

 
   -“No hay derecho. Siempre pagamos los mismos. Dos calles más arriba han empotrado un coche en un bar para robar la caja. ¿Por qué no vas y lo compruebas?. Te lo voy a decir yo. Porque no tenéis cojones. Os resulta mucho más fácil detener a los tíos como yo para tomar notas en esa libreta gris que llevas y justificar que haces algo, pero...”

 
   -“¿Qué dices?. ¿Quién te ha dicho lo de la libreta?, ¿quién...”

 
   Era suficiente. Lo cogí bruscamente por los dos brazos hacia atrás y le coloqué las esposas. Lo de la libreta..., eso sí que no. Había llegado justo donde yo quería. El jefe asintió con una nueva punzada.

 
   Entramos en el edificio que se me había asignado. Nos detuvimos en un rellano de la escalera y, tras dejarlo junto a la pared, procedí a abrir los ventanales y a colocar el equipo de iluminación en el suelo. Tras hacer los ajustes pertinentes, di al interruptor y el foco lanzó su enorme chorro de luz por el hueco, hacia el exterior.

 
   Comenzaba a amanecer. Allá en el mar, en las profundidades, el anciano jefe observó en el agua el destello de luz proyectado en el cielo y, con gesto ceremonioso, levantó la pistola lanza-bengalas y disparó. Era la señal. Dos luces de colores, verde y roja.

 
   Durante unos segundos no se escuchó nada. Luego una especie de ronquido ahogado, como el llanto de un bebé monstruoso, y cuando el sol comenzaba a salir, los últimos borrachos de la playa vieron dibujarse una línea de espuma blanca en el mar, primero, y un chapotazo descomunal, después. Acompañado de un sonido de trompetas marinas, el Kraken emergió inmenso y, de un salto, liberando su enorme cuerpo de sapo marino del líquido elemento, atravesó volando la playa y la primera línea de bloques de apartamentos. Cuando llegó a la altura del edificio en el que nos encontrábamos, desplegó unas pequeñas y escamosas alas de dragón, muy fuertes, lo suficiente como para mantenerse flotando en el cielo durante unos segundos. Abrió su boca de reptil y lanzó una lengua larga y pegajosa que, como un látigo pringado en miel, penetró por la ventana y atrapó al desgraciado que yo había detenido. La lengua volvió como un resorte al punto de partida, en la boca de la bestia, y sin dejarse llevar por su animal condición, sin herir al detenido con sus enormes y desiguales dientes; en una maniobra perfectamente calculada, el Kraken describió una curva en el espacio aéreo con la agilidad y belleza que nadie podría imaginar en tan horrible criatura; y cuando ya el astro rey asomaba su barbilla por la baranda del balcón del horizonte, el animal impactó brutalmente en el agua, dejando un círculo de espuma y burbujas a su paso. La señal quedó grabada en el mar largo rato y poco a poco comenzó a desvanecerse, sepultada por las olas.

 


 

 

 

 

 

jueves, 9 de diciembre de 2010

LA CASA CAMBIANTE

  El hombre alto y pálido cruzó el parque con paso indeciso, como si temiera una trampa bajo las hojas secas que pisaba. Se detuvo un momento y alzó la vista buscando su objetivo… y lo encontró. Al fondo de la amplia plaza donde estaba, entre las mesas de un velador, se hallaba Jaime. Su compañero hacía rato que se había dado cuenta de su presencia y lo observaba divertido oculto en la penumbra, bajo un toldo azulado. ¡Qué triste le pareció su amigo en aquel círculo de losas grises!, rodeado de palomas y gorriones que se disputaban (más los segundos que las primeras) los trozos de pan mojado diseminados por el suelo; como un pobre alma perseguida por esos hilos de luz que a veces cuelgan del cielo en los días de lluvia como si la ciudad fuera una marioneta gigante. Situado en el centro del círculo parecía, con su altura y su espalda encorvada, un grotesco muñeco central de un tiovivo a punto de caerse.

      Jacinto sorteó rápido algunos charcos y con el cuello del abrigo alzado medio ocultando el rostro y las manos en los bolsillos comenzó a correr hacia el bar. Volvía a caer la lluvia como en días anteriores; primero en gotas gruesas, dando paso a un telón de agua que se precipitaba sobre el mundo. Jacinto llegó resoplando y se detuvo ante la mesa en la que estaba Jaime y se estrecharon las manos.

- Qué hay compañero, cuánto tiempo sin vernos.

Jacinto hablaba de una forma mecánica y apresurada, como si hubiera estado ensayando la frase durante toda la tarde del día anterior y gran parte también de la mañana.

- ¿Qué hay?. ¡Vaya día feo!. Me he puesto aquí para que me vieras al llegar pero será mejor que entremos dentro.

Jacinto recogió su bolso de viaje y los dos hombres entraron en el bar. El local estaba vacío. Caminaron entre algunas mesas abarrotadas de vasos, platos y ceniceros y escogieron una despejada del fondo. En ese momento llegó el camarero y pidieron. Jacinto encendió un cigarro y miró por el cristal de la ventana que tenía a su lado.
- ¡Vaya!. ¡Qué abandonado está esto!. ¡Con lo bien que estaba antes!, ¿te acuerdas?.

Jaime hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El camarero llegó con los cafés. Afuera, la tierra y el cielo eran un todo semejante a dos espejos horizontales reflejándose.

- ¿ A qué hora has llegado?...,- preguntó Jaime dejando suelta la pregunta y mirando hacia arriba como si ésta tuviera algo de insecto y estuviera en ese momento correteando sobre sus cabezas, por el techo-.
- Habré llegado a las ocho menos cuarto o así. Tenía que hacer algunas cosas antes de que nos viéramos y quería que me diera tiempo. ¿Qué hay?. ¿Cómo lo llevas?. ¿Cómo estás en tu nueva casa?. Me dijiste que estaba por aquí cerca y escogí este sitio para quedar. No me hubiera importado que me hubieras dado la dirección, total, si es al lado…
    
       Hubo un corto silencio. Los dos rostros se contemplaron por primera vez en serio, como dos planetas diferentes envueltos en la atmósfera del humo del cigarro. Jacinto notaba algo extraño en Jaime, una cierta frialdad, como si no estuviera allí en ese momento charlando con su amigo de toda la vida. Se preguntaba cuál sería el motivo que le había llevado a telefonearle. Jaime daba rodeos preparándose para algo. No sabía por dónde empezar. Pero sacó fuerzas de flaqueza y ambos hombres entablaron una conversación en la que el pasado en común fue el protagonista principal. Esto ayudó a Jaime a tranquilizarse para preparar mejor el terreno.

- Me dijo Charo que había estado aquí, en la ciudad. Estuvo llamándote por teléfono pero no te localizó – dijo Jacinto.
- Seguramente me cogería fuera.
- Y Úrsula también pregunta por ti. Me dijo: ¡Vaya con el golfo de Jaime, que ya no quiere nada con nosotros!. ¡Algo tendrá por ahí!.
- ¡Sí!, ¡seguro! – dijo Jaime sonriendo.
- Y Bruno, y Santiago… ¡en fin!. ¡Que todos nos preocupamos por ti y tú nada… ¿Por qué no te pasas por allí de vez en cuando?.
- Estoy muy liado y…además…ahora…- Jaime contuvo la respiración unos segundos y prosiguió-. Tengo un problema, Jacinto.

      Los dos hombres salieron a la calle. Sus cabezas eran dos copas con licores diferentes. La de Jacinto además parecía tener peces dentro dando vueltas. La idea de una casa cambiante con vida propia, que anduviera de aquí para allá, era totalmente absurda. No dudaría de la salud mental de Jaime si no lo conociera. ¡Quién sabe!. Los años cambian a las personas pero no a Jaime. Él nunca le había mentido ni tampoco era hombre de gastar bromas. Sus ropas y él mismo tenían todo el aspecto de haber pasado varias noches en la calle. Andaban rápido. Jaime ni siquiera le miraba. De vez en cuando se detenía y consultaba el mapa que hace un rato le había mostrado en el bar. Jacinto tomó el pliego de las manos de su ámigo. Los puntos rojos trazados por Jaime seguían ahí, formando dos arcos unidos en una doble sonrisa, como si el papel o la casa misma representada en él se rieran de los dos. La idea de una carcajada de cemento viviente en medio de la calle no era menos creíble que la tarea heroica que acababan de iniciar: buscar una casa que aparecía y desaparecía como si tal cosa. No, su amigo no bromeaba. Jaime parecía un director de orquesta enloquecido agitando las manos y esforzándose exageradamente en tratar de hacerle sentir lo desesperante que era su situación.

- Desde hace un año…, un año justo que la compré –dijo.

- ¿Y de verdad crees que vamos en buena dirección?. ¿Piensas que va a estar allí?.
- Sí, es la zona por la que le toca aparecer esta semana. El sitio no es exacto del todo, varía un poco, pero siempre cerca de las zonas que he señalado en el mapa. Se ajusta a todo, casi siempre un solar vacío. A veces en pequeños pasillos entre dos casas. Se ajusta o se expande a voluntad pero la fachada no cambia. Hay noches en las que no puedo entrar porque puede colarse en la grieta de un muro. Y por el día nada de nada.

- Bueno – dijo Jacinto - . En ese caso deberíamos esperar a la noche.
- Tal vez, pero es mejor ir tomando posiciones.

- ¿Y los vecinos?. ¿No has hablado con ellos?.
Jaime se detuvo y lo miró:

- ¿Por qué crees que te he hecho venir?. No puedo ir por ahí diciendo que mi casa aparece y desaparece como si nada. Me tomarían por loco. Tal vez tú piensas eso mismo ahora... ¡Mira!. ¡Aquel es el sitio!. Nos sentaremos en un banco a esperar.

      Se sentaron a esperar. El lugar era una plaza, nada en especial. A esa hora no había nadie. Miraron hacia el solar vacío que tenían enfrente, un antiguo cine que había sido demolido y barrido del casco histórico con el propósito de construir en él uno de esos hipermercados horribles o tal vez una caja de ahorros más, lo de siempre…

- ¿Sabes una cosa? – dijo Jaime -, el terreno es hoy lo bastante grande. Si aparece aquí, es decir, si mis cálculos no fallan, hoy podré entrar a tomar una ducha y dormir caliente.

- La casa será más grande también, ¿no?... Si ha de ajustarse a todo el solar…

- No, te equivocas. El diablo no es tonto. Si el espacio a ocupar es mayor que la planta original de la casa, ésta no da más de sí. Es decir, no voy a tener más espacio porque sí.

- ¿Y por qué dices el diablo?.

- Es una forma de hablar, hombre.
- Ya…
    
       Jacinto miraba a su amigo hacer cábalas, planteamientos, adoptar posturas imposibles en el banco. Había toda una constelación de gestos girando alrededor de su cabeza enferma, fantasiosa o vete a saber tú qué… Ya no sabía que pensar. Su amigo estaba rematadamente loco y él era un absoluto imbécil que se había trasladado a una ciudad en la que iba a pasar toda una noche a la intemperie si no convencía a aquel desquiciado para retirarse a una pensión o al manicomio más cercano de donde se hubiera escapado. Miraba hacia los ángulos de la plaza. Tal vez apareciera de un momento a otro el coche de los sanitarios, siempre en pareja, corpulentos, con gafas de sol, Jacinto los imaginaba así; con esas cintas que una vez colocadas en las muñecas no se pueden quitar a menos que se corten. Jaime le hacía preguntas, adoptaba una voz felina, una voz de animal susurrante, de gato tumbado panza arriba.

- Estará ahííí, ahííí, ahííí…- comenzó a cantar-. Estará ahííí, ahííí, para mirarnos. Mauuu, mauuu, mauuu… Mauuu, mauuu, mauuu.
- Tengo cosas que hacer, mira Jaime…

- Mauuu, mauuu, mauuuuuu…

      Su compañero había adoptado una posición fetal encima del banco y comenzaba a balancearse. No dejaba de mirar hacia el solar vacío.

- ¿Qué llevas en el bolso de viaje, compañero?.
- Nada.

- ¡Venga!. ¡Qué llevas ahííí!.
- Mis cosas de trabajo.

- ¿Mis cosas de trabajo?. ¡A ver!.
- No venga, mira…

- Vale, vale, hombre… no las miro.

      Los dos quedaron en silencio. Comenzaba a anochecer. Era un alivio para Jacinto ver la calle vacía, libre de testigos molestos, como esos chicos que acababan de pasar y se habían quedado observándolos con una sonrisa descarada o aquella señora de la barra de pan que había mirado hacia ellos desconfiadamente mientras introducía apresurada la llave en la cerradura. No quería testigos, no le gustaba la gente. Por favor, que vinieran los sanitarios ya, lo más rápido posible.

- ¿Tú tienes casa Jacinto?.
- ¡Hombre!, ¡claro!.

- No me has entendido bien. ¿Tú tienes casa?.

Jacinto miraba hacia los extremos de la plaza.

- ¿Y Úrsula, cómo anda, Jacinto?.
- Bien, bien…

- Las dos hermanas, Úrsula y Charo. Nuestras amigas. Te alquilaron una habitación, ¿no?. En muy buenas condiciones. Tirada. Te la hubieran dejado gratis, ya sabes como eran ellas, ¿no?. Pero tu no quisiste.

Jacinto miró hacia la bolsa.

- Esto…sí.
- ¿En qué trabajas, Jacinto?.

- Tengo una ferretería.
- ¡Vaya, hombre!. ¡Una ferretería!. ¿Y te va bien?.

- No me quejo.

Jaime lo miraba fijamente.

- Bueno… es que la tengo un poco abandonada.
- ¿Te imaginas que en vez de aparecer mi casa apareciera tu ferretería, Jacinto?. Sería la ostia. O mejor aún. Tu ferretería y mi casa juntas. Que volvieras a tu ciudad y no la encontraras porque, ¡está aquí!, ¡con la mía!, ¡oh Jacinto!, ¡eso sería la ooostiiiaaa!.

- Ya…
- ¿Te gustan las manos, Jacinto?.

- Las manos…

Ambos callaron.

- ¡Oh mira!, ¡ya está ahí!, ¡ya va apareciendo!. ¡Mira!, ¡mira!, ¡mira!...

Jacinto estaba muy incómodo. La voz de su amigo se estaba volviendo agresiva, afilada, como los cuchillos  que llevaba en el bolso.

- Me estás mintiendo, Jacinto.
- ¿Qué?.

- Que me estás mintiendo.

      El coche blanco comenzó a entrar silenciosamente en la plaza con las luces apagadas. Jacinto se sentía cada vez más intranquilo.

- ¡Déjame ver lo que llevas en la bolsa, Jacinto!.
- ¿Qué?.
- La bolsa, Jacinto. Me estás mintiendo. La ferretería no es tuya.
- ¿Eh?...

Jacinto se llevó instintivamente la bolsa de viaje contra el pecho. Jaime volvió su voz más suave.

- Era de las hermanas Marichal, Úrsula y Charo. Nuestras amigas de la facultad. Estudiamos Psiquiatría juntos.. Era de su padre. Se la dejó al morir al hermano de ambas y ellas se quedaron con el resto del bloque. Pero al morir el hermano, Narciso se llamaba, ¿no?. El que se mató con la Guzi. Le gustaban mucho las motos. Se la quedaron ellas. La ferretería digo, no la moto.

      Dos hombres bajaron del coche blanco y comenzaron a acercarse sigilosamente hacia el banco. Jacinto los había visto. ¡Menos mal!. ¡Gracias a dios!. ¡Ya estaban aquí!. Jaime giró la cara hacia él.

- Jacinto, ¿me estás escuchando?. Como te decía. ¿Te gustan las manos?.
- ¿Qué pasa con las manos?.
- Las manos, Jacinto. Úrsula y Charo movían mucho las manos al hablar, ¿no?.
- Sí, no sé, lo normal.
- Y a ti te molestaban, y por eso las mataste.

      Los dos hombres se abalanzaron por detrás sobre Jacinto. Éste se agarró al bolso de viaje. Hubo lucha. Jacinto gritó sofocadamente pero ya era tarde. Lo colocaron bocabajo contra el suelo , con las muñecas atadas sobre la espalda con aquella horrible cinta que tantas veces había probado. Jaime le arrebató la bolsa mientras los dos hombres se lo llevaban hacia el coche. Luego llegaron los vehículos de la policía. Abrieron la bolsa y allí estaban, cuidadosamente envueltas en un plástico junto a los cuchillos de la ferretería del difunto hermano motero, con toda la sangre seca, con el fuerte olor de la sangre; qué calor debía hacer en aquel bolso, pensó Jaime. No había perdido el hábito el muy cabrón, tan cuidadoso como cuando en la facultad tomaba aquellos apuntes que no le iban a hacer falta en el futuro. El bueno de Jacinto; las cuatro manos cortadas de las hermanas Marichal, que habían visto su apacible vida de solteronas, de eternas niñas de papá, segada por las manos del bueno y loco Jacinto, el compañero de pupitre que tal vez fuera detrás de alguna de ellas, pensaban ingenuas; al que habían recogido de una triste vida de manicomios y noches al raso, con sus generosos corazones de madres no consumadas.

- Voy a casa a ducharme y a cambiarme de ropa. Luego nos vemos.-dijo Jaime al inspector de policía-. Han sido tres semanas muy largas desde que me llamó Santiago. Al final no se ha tragado lo de la casa.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Ciudad dormitorio

Hoy he andado mil kilómetros
 sin encontrar el mar.
 Largas, iguales, las calles.
 Dibujando una tragedia
 de geometría verde
 que corona su cabeza
 con piscinas rotas.
 He robado el movimiento.
 Sólo quedan los espejos.
 De mi bolsillo cuelga
 un llavero de olas
 que los pájaros miran
 con aire soñoliento.
 ¿Es el viento?.
 Sí, el viento.
 Que adorna su cabello
 con caracolas blancas
 que adoptan formas
 de algodón albiceleste;
 trayéndome el olor,
 la humedad y el salitre
 de un ancho océano
 que me ahoga con tu ausencia.
 Es la hora del fin del baño
 en la tarde del fin del mundo,
 en la que el asfalto susurra
 (al oído del que regresa)
 canciones de cuna
 para continuar el sueño,
 ¡no sea que se despierten
 con el agua quieta!;
 y los sonámbulos flotan
 hacia el umbral de sus casas
 acompañados de un sonido
 de enjambre domado,
 sin ganas de perseguir
 al ladrón de sus pasos
 que levanta mil kilómetros
 con los movimientos robados
 para abrir entre los setos
 de aguijones sin punta
 una ruta hacia el mar,
 lejos de la siesta.

LLuvia para los cuerpos

Hoy que la lluvia cae como cuchillos,
 trazando sendas frías en la piel
 de los que salen para escapar,
 la ciudad es más tropical que nunca
 con su playa muerta en ninguna parte.
 Debe ser este silencio goteante,
 este océano de esencia colgante
 que resbala por las paredes blancas
 o por los flequillos de las palmeras,
 el que me trae la paz en este sábado.
 Sábado-tarde. Las calles vacías
 con su sonrisa recién cepillada
 como en un anuncio adoquinado,
 con sus cejas de seto recortadas.
 No espero una llamada para mí.
 Las urbanizaciones duermen. Las veo.
 Te veo a ti en un recuerdo imposible,
 como si quisiera meter las páginas
 azules en el libro de las grises
 que contiene muestras de mi memoria
. Estas hojas me siguen adonde voy.
 Se pegan a las plantas de mis pies.
 Algunas se sueltan y como perros
 van corriendo persiguiendo a los coches.
 Pero, ¿adónde me llevan mis pasos?.
 Hace mucho que dejé de obligarme
 a buscar un camino en mis pisadas,
 un punto cardinal en los guijarros.
 Hoy todo es un deambular sin sentido,
 como pompas de aire que el agua arrastra.
 Veo los cuerpos nutrirse en silencio.
 Son unos pocos anfibios que andan
como yo - verdes, curvados y húmedos,
 en tardes en las que el mundo se acaba
 para los que ven la tele en sus casas.

Las playas de Tercia

Yo busco costas de concha,
 costras de sal tierra adentro.
 Pero no las encuentro.
 Navegando a la deriva,
 divisé en estas playas
 el atolón triunfante
 en la curva de un instante.
 Este poema que escribo
 ya lo descubrieron otros,
 como ondas repitiéndose,
 como peces ahogándose.
 Es como un beso blanco
 de pan sin levadura
 articulado de niebla,
 chepudo en vertical
 y de palmas de sueño cubierta.
 Su arena formada
 por huesos triturados,
 por el aire y el agua
 de la mar sagrada.
 La cresta de sus olas
 es como de humo helado,
 cumbre que ahoga
 el bostezo celeste.
 Oí las risas de muerte
 de los escualos
 y vi la sangre de las gaviotas
 pintando el poniente.
 Aquí perderé el habla un día de éstos
 retirada por siempre mi razón,
 naúfraga consentida,
 criatura voluble,
 caníbal solitario, por fin,
 devorando sus costas.

Bungalow

Descubridor de islas hoy me siento.
 Descubridor o mero observador.
 Ambas cosas igual mérito tienen.
 Trabajo manual inacabado:
 el cielo.
 Algodón rojo sobre papel negro.
 No existe la luna por esta noche.
 Solo, el río se maquilla en silencio
 teniendo como espejo las alturas,
 como un simpático payaso acuático,
 y sus aguas se transforman en vino.
 La sed llama a los que no tienen sueño
 al Bungalow.
 Temo repetirme en el ejercicio
 de expresar los recuerdos, como otros.
 De desgranar todas mis sensaciones
 con las manos de la inmensa rutina
 de la que estamos hechos los idiotas.
 De contemplar las caídas de otros
 con la tensión de los que los preceden.
 La noche: negra, roja, ocre...
 Sombras malditas. Vapor que cabalga
 hacia el cielo ausente que lo acoge.
 Una fábrica de cemento eterno
 muestra sus garras de licor de nicho
 al Bungalow.
 Cuando yo llegue, todo habrá empezado.
 También seré el último en marcharme,
 pero el primero en emborracharme.
 Me vuelvo a las manos que choco y miro:
 bosque de dedos son, entrelazadas.
 En retazos creo verte un instante
 como los cristales sobre las tapias,
 agudos y fríos para cortarme.
 Tú llegaste con tu belleza extraña.
 Vestida de muerta, tu piel reseca,
 escamas echadas sobre el dolor,
 saliendo por los juncos de la orilla
 al Bungalow.
 Llegó líquida la hora de irse
 atrapados en cortinas de agua.
 Tú ya no estabas cuando me repuse,
 así que volví al camino naranja
 para evitar el camino de barro.
 ¿Será cierto que el cielo puede caer?.
 Me cubro con las manos la cabeza.
 Maldigo al dios que hizo este día.
 El árbol-kiosco apaga sus hojas.
 Salvajes de gris hieren al río.
 Antes de que llegue el frío del alba
 se borrarán las risas ofrendadas
 al Bungalow.

Abierto hasta el amanecer

La barriada es una casa en fiestas
 sin gente sumergida en un pantano
 cuando recibe a la noche encendida.
 Andas por sus pasillos adornados
 con plantas que te parecen acuáticas
 y subes escaleras que te llevan
 a azoteas donde se pierde el sueño.
 Estas horas son los peces dorados
 de los estanques de un parque en sombra.
 Besan con sus bocas las piedras verdes
 cada vez más débilmente hasta el alba.
 Sabes que tu corazón no es la llave,
 que tu propïedad no es eterna
 y que tus pies no acotan los espacios.
 Esas motos que pasan te lo advierten
 cuando muerden como escualos tus oídos
 y con la misma rapidez se ocultan
 bordeando el coral de las rotondas.
 Pero hay algo aquí que no encaja.
 El rumor nocturno de la ciudad
 es como un murciélago transparente.
 Esta sitüación te sobrepasa.
 Esa fauna salvaje que observas
 no puede contenerse en un prisma,
 no en un cerco líquido tierra adentro.
 El agua negra borra tus sentidos
 y ante la confusión se te presenta
 una oportunidad para morir
 al vaivén melódico suburbano.
 Tras conocer tu error caminas rápido
 por las galerías del edificio,
 que se alzan como una trampa romana
 de historias que un día leíste
 de banquetes desiertos y hombres-lobo.
 Pasadizos que guardan en su vientre,
 más allá de las antorchas y viandas,
 bajo el asfalto como un espejo
 donde se admiran los labios en polvo,
 un telón de cuchillos con tu nombre.
 Pero no deja de tener encanto
 este peligro húmedo que pisas
 en las lúgubres bodegas del miedo.
 Es cierto que no has visto a las vampiras
 maestras de la danza de la serpiente
 cuya sola mirada paraliza
 al desdichado que osa indagar
 en sus secretos ocultos por siglos.
 Pero es tu realidad la que se impone,
 la que observas, la que estás palpando.
 Más sangrante que una mala película,
 más que todos sus actores ridículos.
 Y cuando llegas a la boya entiendes
 que estabas en un mar sin darte cuenta.