Yo busco costas de concha,
costras de sal tierra adentro.
Pero no las encuentro.
Navegando a la deriva,
divisé en estas playas
el atolón triunfante
en la curva de un instante.
Este poema que escribo
ya lo descubrieron otros,
como ondas repitiéndose,
como peces ahogándose.
Es como un beso blanco
de pan sin levadura
articulado de niebla,
chepudo en vertical
y de palmas de sueño cubierta.
Su arena formada
por huesos triturados,
por el aire y el agua
de la mar sagrada.
La cresta de sus olas
es como de humo helado,
cumbre que ahoga
el bostezo celeste.
Oí las risas de muerte
de los escualos
y vi la sangre de las gaviotas
pintando el poniente.
Aquí perderé el habla un día de éstos
retirada por siempre mi razón,
naúfraga consentida,
criatura voluble,
caníbal solitario, por fin,
devorando sus costas.
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