viernes, 12 de noviembre de 2010

Bungalow

Descubridor de islas hoy me siento.
 Descubridor o mero observador.
 Ambas cosas igual mérito tienen.
 Trabajo manual inacabado:
 el cielo.
 Algodón rojo sobre papel negro.
 No existe la luna por esta noche.
 Solo, el río se maquilla en silencio
 teniendo como espejo las alturas,
 como un simpático payaso acuático,
 y sus aguas se transforman en vino.
 La sed llama a los que no tienen sueño
 al Bungalow.
 Temo repetirme en el ejercicio
 de expresar los recuerdos, como otros.
 De desgranar todas mis sensaciones
 con las manos de la inmensa rutina
 de la que estamos hechos los idiotas.
 De contemplar las caídas de otros
 con la tensión de los que los preceden.
 La noche: negra, roja, ocre...
 Sombras malditas. Vapor que cabalga
 hacia el cielo ausente que lo acoge.
 Una fábrica de cemento eterno
 muestra sus garras de licor de nicho
 al Bungalow.
 Cuando yo llegue, todo habrá empezado.
 También seré el último en marcharme,
 pero el primero en emborracharme.
 Me vuelvo a las manos que choco y miro:
 bosque de dedos son, entrelazadas.
 En retazos creo verte un instante
 como los cristales sobre las tapias,
 agudos y fríos para cortarme.
 Tú llegaste con tu belleza extraña.
 Vestida de muerta, tu piel reseca,
 escamas echadas sobre el dolor,
 saliendo por los juncos de la orilla
 al Bungalow.
 Llegó líquida la hora de irse
 atrapados en cortinas de agua.
 Tú ya no estabas cuando me repuse,
 así que volví al camino naranja
 para evitar el camino de barro.
 ¿Será cierto que el cielo puede caer?.
 Me cubro con las manos la cabeza.
 Maldigo al dios que hizo este día.
 El árbol-kiosco apaga sus hojas.
 Salvajes de gris hieren al río.
 Antes de que llegue el frío del alba
 se borrarán las risas ofrendadas
 al Bungalow.

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