jueves, 9 de diciembre de 2010

LA CASA CAMBIANTE

  El hombre alto y pálido cruzó el parque con paso indeciso, como si temiera una trampa bajo las hojas secas que pisaba. Se detuvo un momento y alzó la vista buscando su objetivo… y lo encontró. Al fondo de la amplia plaza donde estaba, entre las mesas de un velador, se hallaba Jaime. Su compañero hacía rato que se había dado cuenta de su presencia y lo observaba divertido oculto en la penumbra, bajo un toldo azulado. ¡Qué triste le pareció su amigo en aquel círculo de losas grises!, rodeado de palomas y gorriones que se disputaban (más los segundos que las primeras) los trozos de pan mojado diseminados por el suelo; como un pobre alma perseguida por esos hilos de luz que a veces cuelgan del cielo en los días de lluvia como si la ciudad fuera una marioneta gigante. Situado en el centro del círculo parecía, con su altura y su espalda encorvada, un grotesco muñeco central de un tiovivo a punto de caerse.

      Jacinto sorteó rápido algunos charcos y con el cuello del abrigo alzado medio ocultando el rostro y las manos en los bolsillos comenzó a correr hacia el bar. Volvía a caer la lluvia como en días anteriores; primero en gotas gruesas, dando paso a un telón de agua que se precipitaba sobre el mundo. Jacinto llegó resoplando y se detuvo ante la mesa en la que estaba Jaime y se estrecharon las manos.

- Qué hay compañero, cuánto tiempo sin vernos.

Jacinto hablaba de una forma mecánica y apresurada, como si hubiera estado ensayando la frase durante toda la tarde del día anterior y gran parte también de la mañana.

- ¿Qué hay?. ¡Vaya día feo!. Me he puesto aquí para que me vieras al llegar pero será mejor que entremos dentro.

Jacinto recogió su bolso de viaje y los dos hombres entraron en el bar. El local estaba vacío. Caminaron entre algunas mesas abarrotadas de vasos, platos y ceniceros y escogieron una despejada del fondo. En ese momento llegó el camarero y pidieron. Jacinto encendió un cigarro y miró por el cristal de la ventana que tenía a su lado.
- ¡Vaya!. ¡Qué abandonado está esto!. ¡Con lo bien que estaba antes!, ¿te acuerdas?.

Jaime hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El camarero llegó con los cafés. Afuera, la tierra y el cielo eran un todo semejante a dos espejos horizontales reflejándose.

- ¿ A qué hora has llegado?...,- preguntó Jaime dejando suelta la pregunta y mirando hacia arriba como si ésta tuviera algo de insecto y estuviera en ese momento correteando sobre sus cabezas, por el techo-.
- Habré llegado a las ocho menos cuarto o así. Tenía que hacer algunas cosas antes de que nos viéramos y quería que me diera tiempo. ¿Qué hay?. ¿Cómo lo llevas?. ¿Cómo estás en tu nueva casa?. Me dijiste que estaba por aquí cerca y escogí este sitio para quedar. No me hubiera importado que me hubieras dado la dirección, total, si es al lado…
    
       Hubo un corto silencio. Los dos rostros se contemplaron por primera vez en serio, como dos planetas diferentes envueltos en la atmósfera del humo del cigarro. Jacinto notaba algo extraño en Jaime, una cierta frialdad, como si no estuviera allí en ese momento charlando con su amigo de toda la vida. Se preguntaba cuál sería el motivo que le había llevado a telefonearle. Jaime daba rodeos preparándose para algo. No sabía por dónde empezar. Pero sacó fuerzas de flaqueza y ambos hombres entablaron una conversación en la que el pasado en común fue el protagonista principal. Esto ayudó a Jaime a tranquilizarse para preparar mejor el terreno.

- Me dijo Charo que había estado aquí, en la ciudad. Estuvo llamándote por teléfono pero no te localizó – dijo Jacinto.
- Seguramente me cogería fuera.
- Y Úrsula también pregunta por ti. Me dijo: ¡Vaya con el golfo de Jaime, que ya no quiere nada con nosotros!. ¡Algo tendrá por ahí!.
- ¡Sí!, ¡seguro! – dijo Jaime sonriendo.
- Y Bruno, y Santiago… ¡en fin!. ¡Que todos nos preocupamos por ti y tú nada… ¿Por qué no te pasas por allí de vez en cuando?.
- Estoy muy liado y…además…ahora…- Jaime contuvo la respiración unos segundos y prosiguió-. Tengo un problema, Jacinto.

      Los dos hombres salieron a la calle. Sus cabezas eran dos copas con licores diferentes. La de Jacinto además parecía tener peces dentro dando vueltas. La idea de una casa cambiante con vida propia, que anduviera de aquí para allá, era totalmente absurda. No dudaría de la salud mental de Jaime si no lo conociera. ¡Quién sabe!. Los años cambian a las personas pero no a Jaime. Él nunca le había mentido ni tampoco era hombre de gastar bromas. Sus ropas y él mismo tenían todo el aspecto de haber pasado varias noches en la calle. Andaban rápido. Jaime ni siquiera le miraba. De vez en cuando se detenía y consultaba el mapa que hace un rato le había mostrado en el bar. Jacinto tomó el pliego de las manos de su ámigo. Los puntos rojos trazados por Jaime seguían ahí, formando dos arcos unidos en una doble sonrisa, como si el papel o la casa misma representada en él se rieran de los dos. La idea de una carcajada de cemento viviente en medio de la calle no era menos creíble que la tarea heroica que acababan de iniciar: buscar una casa que aparecía y desaparecía como si tal cosa. No, su amigo no bromeaba. Jaime parecía un director de orquesta enloquecido agitando las manos y esforzándose exageradamente en tratar de hacerle sentir lo desesperante que era su situación.

- Desde hace un año…, un año justo que la compré –dijo.

- ¿Y de verdad crees que vamos en buena dirección?. ¿Piensas que va a estar allí?.
- Sí, es la zona por la que le toca aparecer esta semana. El sitio no es exacto del todo, varía un poco, pero siempre cerca de las zonas que he señalado en el mapa. Se ajusta a todo, casi siempre un solar vacío. A veces en pequeños pasillos entre dos casas. Se ajusta o se expande a voluntad pero la fachada no cambia. Hay noches en las que no puedo entrar porque puede colarse en la grieta de un muro. Y por el día nada de nada.

- Bueno – dijo Jacinto - . En ese caso deberíamos esperar a la noche.
- Tal vez, pero es mejor ir tomando posiciones.

- ¿Y los vecinos?. ¿No has hablado con ellos?.
Jaime se detuvo y lo miró:

- ¿Por qué crees que te he hecho venir?. No puedo ir por ahí diciendo que mi casa aparece y desaparece como si nada. Me tomarían por loco. Tal vez tú piensas eso mismo ahora... ¡Mira!. ¡Aquel es el sitio!. Nos sentaremos en un banco a esperar.

      Se sentaron a esperar. El lugar era una plaza, nada en especial. A esa hora no había nadie. Miraron hacia el solar vacío que tenían enfrente, un antiguo cine que había sido demolido y barrido del casco histórico con el propósito de construir en él uno de esos hipermercados horribles o tal vez una caja de ahorros más, lo de siempre…

- ¿Sabes una cosa? – dijo Jaime -, el terreno es hoy lo bastante grande. Si aparece aquí, es decir, si mis cálculos no fallan, hoy podré entrar a tomar una ducha y dormir caliente.

- La casa será más grande también, ¿no?... Si ha de ajustarse a todo el solar…

- No, te equivocas. El diablo no es tonto. Si el espacio a ocupar es mayor que la planta original de la casa, ésta no da más de sí. Es decir, no voy a tener más espacio porque sí.

- ¿Y por qué dices el diablo?.

- Es una forma de hablar, hombre.
- Ya…
    
       Jacinto miraba a su amigo hacer cábalas, planteamientos, adoptar posturas imposibles en el banco. Había toda una constelación de gestos girando alrededor de su cabeza enferma, fantasiosa o vete a saber tú qué… Ya no sabía que pensar. Su amigo estaba rematadamente loco y él era un absoluto imbécil que se había trasladado a una ciudad en la que iba a pasar toda una noche a la intemperie si no convencía a aquel desquiciado para retirarse a una pensión o al manicomio más cercano de donde se hubiera escapado. Miraba hacia los ángulos de la plaza. Tal vez apareciera de un momento a otro el coche de los sanitarios, siempre en pareja, corpulentos, con gafas de sol, Jacinto los imaginaba así; con esas cintas que una vez colocadas en las muñecas no se pueden quitar a menos que se corten. Jaime le hacía preguntas, adoptaba una voz felina, una voz de animal susurrante, de gato tumbado panza arriba.

- Estará ahííí, ahííí, ahííí…- comenzó a cantar-. Estará ahííí, ahííí, para mirarnos. Mauuu, mauuu, mauuu… Mauuu, mauuu, mauuu.
- Tengo cosas que hacer, mira Jaime…

- Mauuu, mauuu, mauuuuuu…

      Su compañero había adoptado una posición fetal encima del banco y comenzaba a balancearse. No dejaba de mirar hacia el solar vacío.

- ¿Qué llevas en el bolso de viaje, compañero?.
- Nada.

- ¡Venga!. ¡Qué llevas ahííí!.
- Mis cosas de trabajo.

- ¿Mis cosas de trabajo?. ¡A ver!.
- No venga, mira…

- Vale, vale, hombre… no las miro.

      Los dos quedaron en silencio. Comenzaba a anochecer. Era un alivio para Jacinto ver la calle vacía, libre de testigos molestos, como esos chicos que acababan de pasar y se habían quedado observándolos con una sonrisa descarada o aquella señora de la barra de pan que había mirado hacia ellos desconfiadamente mientras introducía apresurada la llave en la cerradura. No quería testigos, no le gustaba la gente. Por favor, que vinieran los sanitarios ya, lo más rápido posible.

- ¿Tú tienes casa Jacinto?.
- ¡Hombre!, ¡claro!.

- No me has entendido bien. ¿Tú tienes casa?.

Jacinto miraba hacia los extremos de la plaza.

- ¿Y Úrsula, cómo anda, Jacinto?.
- Bien, bien…

- Las dos hermanas, Úrsula y Charo. Nuestras amigas. Te alquilaron una habitación, ¿no?. En muy buenas condiciones. Tirada. Te la hubieran dejado gratis, ya sabes como eran ellas, ¿no?. Pero tu no quisiste.

Jacinto miró hacia la bolsa.

- Esto…sí.
- ¿En qué trabajas, Jacinto?.

- Tengo una ferretería.
- ¡Vaya, hombre!. ¡Una ferretería!. ¿Y te va bien?.

- No me quejo.

Jaime lo miraba fijamente.

- Bueno… es que la tengo un poco abandonada.
- ¿Te imaginas que en vez de aparecer mi casa apareciera tu ferretería, Jacinto?. Sería la ostia. O mejor aún. Tu ferretería y mi casa juntas. Que volvieras a tu ciudad y no la encontraras porque, ¡está aquí!, ¡con la mía!, ¡oh Jacinto!, ¡eso sería la ooostiiiaaa!.

- Ya…
- ¿Te gustan las manos, Jacinto?.

- Las manos…

Ambos callaron.

- ¡Oh mira!, ¡ya está ahí!, ¡ya va apareciendo!. ¡Mira!, ¡mira!, ¡mira!...

Jacinto estaba muy incómodo. La voz de su amigo se estaba volviendo agresiva, afilada, como los cuchillos  que llevaba en el bolso.

- Me estás mintiendo, Jacinto.
- ¿Qué?.

- Que me estás mintiendo.

      El coche blanco comenzó a entrar silenciosamente en la plaza con las luces apagadas. Jacinto se sentía cada vez más intranquilo.

- ¡Déjame ver lo que llevas en la bolsa, Jacinto!.
- ¿Qué?.
- La bolsa, Jacinto. Me estás mintiendo. La ferretería no es tuya.
- ¿Eh?...

Jacinto se llevó instintivamente la bolsa de viaje contra el pecho. Jaime volvió su voz más suave.

- Era de las hermanas Marichal, Úrsula y Charo. Nuestras amigas de la facultad. Estudiamos Psiquiatría juntos.. Era de su padre. Se la dejó al morir al hermano de ambas y ellas se quedaron con el resto del bloque. Pero al morir el hermano, Narciso se llamaba, ¿no?. El que se mató con la Guzi. Le gustaban mucho las motos. Se la quedaron ellas. La ferretería digo, no la moto.

      Dos hombres bajaron del coche blanco y comenzaron a acercarse sigilosamente hacia el banco. Jacinto los había visto. ¡Menos mal!. ¡Gracias a dios!. ¡Ya estaban aquí!. Jaime giró la cara hacia él.

- Jacinto, ¿me estás escuchando?. Como te decía. ¿Te gustan las manos?.
- ¿Qué pasa con las manos?.
- Las manos, Jacinto. Úrsula y Charo movían mucho las manos al hablar, ¿no?.
- Sí, no sé, lo normal.
- Y a ti te molestaban, y por eso las mataste.

      Los dos hombres se abalanzaron por detrás sobre Jacinto. Éste se agarró al bolso de viaje. Hubo lucha. Jacinto gritó sofocadamente pero ya era tarde. Lo colocaron bocabajo contra el suelo , con las muñecas atadas sobre la espalda con aquella horrible cinta que tantas veces había probado. Jaime le arrebató la bolsa mientras los dos hombres se lo llevaban hacia el coche. Luego llegaron los vehículos de la policía. Abrieron la bolsa y allí estaban, cuidadosamente envueltas en un plástico junto a los cuchillos de la ferretería del difunto hermano motero, con toda la sangre seca, con el fuerte olor de la sangre; qué calor debía hacer en aquel bolso, pensó Jaime. No había perdido el hábito el muy cabrón, tan cuidadoso como cuando en la facultad tomaba aquellos apuntes que no le iban a hacer falta en el futuro. El bueno de Jacinto; las cuatro manos cortadas de las hermanas Marichal, que habían visto su apacible vida de solteronas, de eternas niñas de papá, segada por las manos del bueno y loco Jacinto, el compañero de pupitre que tal vez fuera detrás de alguna de ellas, pensaban ingenuas; al que habían recogido de una triste vida de manicomios y noches al raso, con sus generosos corazones de madres no consumadas.

- Voy a casa a ducharme y a cambiarme de ropa. Luego nos vemos.-dijo Jaime al inspector de policía-. Han sido tres semanas muy largas desde que me llamó Santiago. Al final no se ha tragado lo de la casa.

4 comentarios:

  1. Ja! Yo sí me creí lo de la casa! o, por lo menos, que la locura era cierta! Casi como Quijote convenciendo a Sancho!

    La carcajada de cemento no la voy a olvidar! :))

    "Nuentos y carraciones" excelente etiqueta!

    Hola Buzo! Buen día España!!!!

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  2. "Nuentos y carraciones", es verdad lo que dice Julieta. Pensé en un principio que era errata y casi te pongo un comentario para hacértelo notar.
    Está claro que a veces hay que no quedarse con lo primero que salta a la vista, que es conveniente fijarse dos veces.

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  3. BUZO A LOS DOS: No, no era un error. Es un juego que hice a posta buscando una forma de agrupar mis cuentos. Lo tradicional sería poner Cuentos o algo así. Invertí el orden establecido, je,je. Julieta, te confieso que yo también me creí lo de la casa y eso que soy el que escribía el relato. ¡Un saludo a los dos!.

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  4. Cuando el día 17 te escribí mi primer comentario sólo estaba aludiendo a la etiqueta. Hoy, que ya lo he leído, me reafirmo en que no siempre la primera mirada que dedicamos a qué estamos viendo es la que nos desvela la realidad de eso que vemos.

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