Me han acompañado durante años pero sólo a partir de una cierta edad comencé a observarlas tratando de descifrar su significado. Siempre de madrugada, siempre en la primera semana de septiembre, y yo siempre en mi azotea, como el último surfista errante del mundo ante su gran ola de cada año; y ellas como aquel grupo de vikingos que entraron por el Guadalquivir hasta la Sevilla musulmana tratando de saquearla, hecho del que apenas quedan unas breves y temblorosas reseñas en las crónicas de la época y que hoy parecen imposible de creer, pero que sucedieron. Igual de increíble resulta la llegada de estas nubes flotando en el bochorno nocturno del cíclico verano que cada año, por estas fechas, toca en retirada.
Estuvieron conmigo en los exámenes de septiembre, en las largas noches de cafeína y reflexión, y hoy vienen a visitarme una vez más, como las novias que no tuve, a las que encerré en baúles con llave que lancé, por el acantilado, al mar para que no doblegaran mi anarquía. Vienen a visitarme y son ellas las que me sacan a bailar en una fiesta de fin de curso en la que soy invitado, segurata, barman y pinchadiscos-con-gusto a la vez.
En realidad todo el mundo está invitado pero sólo yo sé construir escaleras transparentes en la noche para acudir a la cita. Y me envuelven. Me consuelan. Me prometen volver como siempre, cada año, al comenzar septiembre. Sé que no faltarán a su palabra pero tal vez yo falte a la mía y no esté entonces para verlas. Es lo que tiene la jodida temporal y carnal condición humana.
He bailado con todas y no sé cuál de ellas me gusta más, a cuál me llevaré a la cama hoy. Pero las muy zorras siempre huyen. Su inmaterialidad les ayuda (sí, ya sé que algún físico me discutiría esta afirmación) y yo no hago mas que chocar contra la pista de baile alquitranada del cielo cuando intento atraparlas.
Suena una nueva canción, miro hacia la cabina y allí estoy yo pinchando. Me veo a mí mismo de segurata en la puerta, vigilando al tipo tirado en la pista de baile que soy y empezando a preguntarme si no es ya hora de echar a ese borracho alborotador que persigue a las chicas. Y actúo. Cojo al borracho del brazo pero caigo en la cuenta de que, entonces, también tengo que expulsar al pinchadiscos y al barman, pues son la misma persona. E incluso a mí mismo. “ ¡Venga!, ¡todo el mundo a la calle!”.
Las chicas se quejan: “ No hacías nada. Somos nosotras las que hemos venido a verte. ¿Por qué eres tan duro contigo mismo si cuando tratabas de cogernos el culo hacíamos como que no nos gustaba para que el próximo septiembre vuelvas a subir aquí, con nosotras?”. En esos momentos, el lenguaje femenino de las nubes resulta difícil de entender para mí así que todos: yo, el barman, el pinchadiscos y el segurata, salimos del local, y una de las chicas susurra tímidamente: “nos vemos el próximo septiembre”.