Hay un hombre en mi ciudad que vende libros en la calle. Se sienta en un bordillo (no recuerdo si un bordillo o una silla pequeñita) o se pone en cuclillas (no lo he visto todavía de pie con lo que desconozco su altura real) y pone una manta sobre la que ordena la mercancía. Están usados pero decentemente conservados, con el cuidado del que tal vez, algún día, los consideró su tesoro. Los libros no son como los coches o los aparatos reproductores de CD. La mejor obra puede contenerse en un ejemplar sin pastas o con las páginas amarillas o pintarrajeadas, de ahí su grandeza.
Es frecuente ver a vendedores ambulantes o espontáneos exponiendo colgantes artesanales, ropa,... pero es extraño ver a alguien vender libros en la calle, exclusivamente eso, libros. Hay quien lo hace en los rastros, camuflados junto a piezas arqueológicas expoliadas, jaulas de canarios o bicicletas tomadas en préstamo perpetuo con nocturnidad (o no) y alevosía (siempre). El hombre del que les hablo, no.
Me gustaría pensar que no le han gustado, no le caben en casa o tal vez se le acumulan en la librería que regenta y prefiere sacarlos a la calle. Tal vez le gusta mercadear, el contacto con el público, pero no me lo parece por su gesto silencioso. Me temo que se ve obligado a desprenderse de su tesoro por necesidades económicas y eso es algo tan terrible como lo que le sucedió a Borges: un hombre que se volvió ciego y tenía a su alcance toda una biblioteca repleta de libros. A nuestro hombre una maldición le impide disfrutarlos.
La resignación estoica con la que vacía el carro de la compra donde los transporta y la calidad aceptable de las obras expuestas creo que me dan la razón. Algunas novelas, libros filosóficos, libros clásicos... muestran el DNI de su amo. Una pequeña biblioteca personal juntada con los años sin duda. No se trata de un material encontrado de la noche a la mañana junto a cualquier contenedor, eso seguro. La curiosidad de nuestro hombre le ha llevado al autoaprendizaje (al igual que muchos de los que escribimos en estas páginas), la forma más satisfactoria que existe de llegar al conocimiento. Pero el sentido práctico que llevamos dentro (algunos más que otros) y en los momentos difíciles amenaza con desbaratar nuestra escala de valores, ha podido con él. Tal vez, incapaz de dedicarse a otra cosa de momento (o a que no le dejen hacerlo), ha optado por una solución extrema. Suele pasar que en este tirano mundo de lo útil e inútil que hemos tolerado se cierren puertas a la reflexión y a la sabiduría. Ambas cuestan tiempo y son juzgadas innecesarias ante el poder de lo inmediato. Tal vez nuestro hombre sea un seiscientos averiado más en la cuneta de la moderna autopista construida “por nuestro bien”. Pero de momento, se coloca sus gafas y lee, con la cabeza agachada.
Noto el tiempo detenido en él, como si de un juguete de invierno se tratase, mientras todo a su alrededor se mueve. Freno mis pies y cazo con mi vista de Indiana Jones para las gangas, con látigo y sombrero incorporados, un ejemplar de las “Vidas paralelas” de Plutarco, en concreto el libro dedicado a César y Alejandro Magno. Es sólo en ese instante cuando el hombre levanta la cabeza y nos mira a mí y a otro posible cliente con desconfianza para, seguidamente, volver a su lectura. Entonces, reprimo las ganas y me separo del improvisado puesto para seguir mi camino. Al alejarme, creo percibir en el brillo de sus gafas un silencioso y amargo agradecimiento.