Le había invitado a su cumpleaños y era
el hombre más feliz del mundo. Porque él era un hombre, él era más que un joven
de diecinueve; como sólo el amor hace a las personas ser más maduras en sus
relaciones con los demás, reduciéndolos a un estado emocional infantil para
lanzarlos a descalabrarse, posteriormente, contra algunas de las duras tapias
del desengaño. El resorte del amor puede ser así de cruel. Nada nuevo bajo el
sol. El sol. “¡Qué extraño color tiene el sol esta tarde!”, pensaba Pablo
mirando por la ventana de su habitación. Más naranja e intimidatorio que nunca,
el sol era un huevo frito gigantesco a punto de saltarle de la sartén a la
cara. Un grupo de breves nubes formaba un marco circular a su alrededor.
Álex sólo era un amigo, un buen tío.
Probablemente Álex no había tenido nada con ella. Había asumido su fracaso.
Pobre chico. Él haría que no sufriera demasiado de aquí en adelante, cuando
intercambiara besos y abrazos con Marta. - Pablo, vendrás esta noche a mi
fiesta de cumpleaños, ¿no?- le dijo Marta al acabar las clases mientras Álex,
prudentemente, se alejaba cabizbajo. La frase de Marta todavía flotaba caliente
por la habitación de Pablo, enredándose traviesa con las patas de la cama y
subiendo a rozarse golfamente con el techo. Faltaba una hora para el feliz
encuentro y tenía que darse una ducha. Había tiempo. El barrio de Marta estaba
cerca de allí. Todo estaba muy claro. Sobraban las palabras. Las miradas y las
sonrisas habían hablado. Iba a ser una gran noche. Desde algún lugar de la
ciudad llegaba un ruido de sirenas.
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Una hora y pico después caminaba entre
sombras por los jardines de la urbanización. Sabía que la fiesta habría
empezado pero no convenía ser demasiado puntual. Estarían Alberto y los demás,
y sabía que iban a estar pendientes de él y Marta. Por otra parte, necesitaba
tranquilidad. Juzgaba que el entrar en el tumulto de la comenzada fiesta le
haría pasar desapercibido; ya habrían empezado a beber, a bailar, a alternar, a
tener veinte mil cosas que observar antes que el encuentro de ambos. En
momentos como ése los amigos pueden ser una carga. Estaba claro. Y estaba Álex,
no había que olvidarlo. Probablemente llegaría pronto en un desesperado intento
de disparar su pólvora final, su mojada pólvora final. Pobre chaval. Esperaba
por su bien que no viniera. Tal vez algún día pudieran ser amigos.
En la oscuridad olía fuerte, a atmósfera
cargada. Quizás alguna alcantarilla atascada. En las últimas semanas había
llovido fuerte. Caminaba por un sendero de losas desiguales rodeado de césped y
árboles, llegando casi a la primera línea de casas de la urbanización. En esos
momentos pensó en Dante, en Caronte, en que el sendero de losas bien podría ser
una barca que surcaba las negras aguas hacia el más allá. La oscuridad del
jardín se prestaba a ello. Como en aquellos cuadros que había visto en sus
libros de Historia del Arte. Pues aquello era igual. Y estaba la luna, que parecía
un sol, o que el sol se había comido la luna… Ahí seguía el huevo frito. ¡Qué
color tan raro!. ¿Habría eclipse aquella noche?. No habían dicho nada por
televisión. Había una farmacia en la primera línea de casas. Pablo podía ver la
cruz verde luciendo entre los árboles. Ese tramo seguía siendo oscuro, y al
entrar en la calle anexa comenzaba la zona iluminada por la luz naranja de las
farolas, con ese tipo de bombillas que según dicen, gastan poco. En realidad
con ellas no se ve un carajo. Al pasar junto a la farmacia, se abrió la puerta
y salió Álex.
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Tras las primeras palabras de sorpresa
fingida, el resto del camino lo hicieron juntos. Álex se había echado la mano
al bolsillo. El regalo de Marta, seguro. El amor no se compra, chico. -No veas
lo que me duele la cabeza- había dicho Álex. – He tenido que entrar a comprar
aspirinas. He estado a punto de no venir-. Silencio incómodo y nervioso. La
tensión se corta en el aire. No te preocupes, Álex. Seré discreto. -¿Has visto
lo de las explosiones?. Viniendo para acá he visto una. Un escape de gas,
escuché a los vecinos. Los bomberos ya estaban allí. Se ha llevado una manzana
entera. Luego la gente hablaba en el autobús. Ha habido otra cerca de mi barrio
esta mañana, según me ha comentado mi hermano. Estos viejos… Se dejan el gas
abierto y…- . Álex hablaba nervioso. Al parecer, el dolor de cabeza le hacía
decir tonterías.
Al cruzar una de las esquinas de la
urbanización vieron a los bomberos trabajando entre un montón de escombros.
Habían acordonado la zona, apartaban a una multitud de personas que miraban la
escena con ojos de pavo de navidad. La luz del camión al girar provocaba un
extraño efecto de luces y de sombras. Por un momento, las siluetas de los bomberos
y su rapidez de movimientos al trabajar les hacía parecer androides
mecanizados. Se movían sin rostro, como un ejército silencioso. Pablo pensó
otra vez en Dante y Caronte, el
infierno… -¡Joder, macho!. ¡Esto parece la guerra! - , dijo Álex. Cuando siguieron
adelante, a Pablo le había parecido ver fugazmente algo volando cargado con un
bulto. Fue por un momento.
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Llegaron al cumpleaños. Hacía rato que
había empezado. Todo el mundo estaba distraído en el salón con un karaoke que
habían regalado a Marta con canciones de Mecano, entre otras. Allá cantaban
todos: “déééjalo yááá, sabes que nuuunca
has ido a Veeenus en un baaarcoooo…”, o algo así. Marta estaba radiante.
Álex se despegó inmediatamente de él al entrar en la casa para perderse en el
bullicio. Pablo se acercó al grupo de amigos apiñados frente al karaoke
mientras iba sacando su regalo de debajo del jersey. Marta se había cansado de
imitar a Ana Torroja y había ido en dirección a la cocina. Pablo la siguió y en
su camino pasó junto a Álex, que a su vez miraba a Marta sentado en un sofá.
Pablo se detuvo frente a él:
- Lo llevabas en el bolsillo,
¿eh?.
- ¿Qué?- dijo Álex algo distraído
apurando un ron con cola.
- No, digo el regalo. Lo llevabas
en el bolsillo. No me lo querías enseñar,
¿eh?. ¡Qué cabrón!. ¡Mira el mío!.
Desenvolvió una esquina del papel
de regalo con cuidado de no romperlo y le enseño una parte del pañuelo con
figuras de Piolín que le había comprado a Marta.
- Ella es muy infantil. Le
vuelven loca los personajes de la
Warner. Le va a encantar.
-Seguro – dijo Álex mirando
despistado hacia las puertas batientes de la cocina.
Pablo siguió hacia la cocina y
entró a dar a Marta su regalo.
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El cuarto ron con cola tomado en el sofá
le estaba aclarando las ideas como no lo había hecho la sobriedad. El pañuelo
de Piolín pedía a gritos que lo mirasen, abandonado en algún rincón de la casa.
Frente al karaoke apenas había tres personas y el resto, parejitas más que
nada, bailaban agarrados una canción de mierda por el salón. Alberto se le
había pegado en el sofá completamente borracho, y no paraba de decirle que era
el tío más de putísima madre que había conocido. En la cabeza de Pablo sonaban
explosiones, no sabía si de su interior o de la calle, y una rigidez de cemento
le impedía alzar el rostro hacia las parejas que bailaban agarradas por el
salón, entre las que estaban Marta y Álex. Comenzó a fabricar una cadeneta
mental de negaciones para crearse la ilusión embriagadora de que lo mejor
estaba por llegar: Marta no había mirado a través de las puertas batientes
hacia Álex en el sofá mientras le estaba entregando el pañuelo, ella no le
había dado las gracias fríamente mientras salía de la cocina con su bebida
hacia el sofá; ellos no habían hablado durante toda la fiesta, ni se habían
acercado, rozado, abrazado, besado y salido a bailar agarrados con las demás
parejas. Es más, tampoco se habían cogido de la mano y se dirigían en ese mismo
momento escaleras arriba hacia el dormitorio de Marta. Eso tampoco. Eso menos.
Annie Lennox cantaba “There must be an angel (playing with my heart)“ cuando
Pablo miraba al exterior a través de la ventana. Había mucho jaleo en la calle,
parecía Nochevieja. Miró hacia el extraño disco que ardía en el cielo y no pudo
más que pensar en un enorme condón de sabor tropical que se reía de él. En su
cabeza tenía una tribu de salvajes bailando al son del tam tam. No pudo más. Se
desmoronó. No quiso que nadie lo viera llorar. Cruzó el salón como un
espectro entre las parejas, que ya se
habían despegado y adoptaban figuras imposibles al son de la música de
Eurythmics.
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Cada zancada que daba amenazaba con
dejarlo sin piernas. El corazón se le salía pero ya no le importaba porque, en
su desesperación e impotencia, lo creía dañado de muerte. Corría, sí. Corría
como un loco escapando de aquel horrible lugar. Ya no podría llegar a Venus en
un barco, ¡claro que no se podía ir a Venus en un barco!, ¡qué estúpida
canción!. Pero las piernas sí le podían llevar a otros lugares lejos de allí,
donde fuera. Las explosiones habían cesado en su cabeza pero no paraba de oír
extraños aleteos encima suyo, como si la bandada de piolines del pañuelo que
había regalado a Marta se lanzaran riéndose sobre él. Era una situación tan
real que incluso sintió un picotazo en la oreja que le dolió bastante. La calle
estaba llena de gente corriendo de un lado para otro, gritando desesperada.
Chocó con varias personas en su huída. No fue hasta llegar al camino de losas
del jardín, bajo la luz verde de la farmacia, cuando se detuvo. “ ¡Eh!, ¿qué
pasa aquí?”. Sentía un dolor punzante en la oreja. Se tentó y al mirarse la
mano vio sangre en ella y en su jersey. Al contemplarse en el escaparate vio un
tajo limpio que le abría en dos la parte superior de la oreja. La visión de la
herida, el dolor punzante, la carrera acelerada que se había pegado y el ron
con cola en el estomago vacío le provocaron nauseas. Se dobló en dos dando
arcadas, dejándose caer en el césped, bajo un árbol. Todo eran gritos y
algarabía a su alrededor. Un montón de
llamas asomaba por encima de la farmacia y extrañas sombras voladoras cruzaban
el cielo velozmente. Por un momento pensó que eran pájaros asustados pero…,
eran demasiado grandes. Unos metros delante de él había un andador tirado, como
el que utilizan las personas mayores. Estaba bloqueado, confuso, dolorido, no
sabía lo que estaba pasando. Vio luces en el cielo, como cometas, pero pasaban
muy cerca. Las explosiones barrían manzanas enteras, barriadas enteras. No era
una guerra, no, era algo más horrible. Sólo fue consciente de que el mundo se
acababa, de que aquella salvaje orgía de sangre que se desarrollaba a su
alrededor era el fin, cuando miró arriba, hacia la parte alta del árbol bajo el
que se encontraba y vio a aquella horrible criatura alada posada en la rama,
devorando la cabeza del anciano que tenía asido con sus garras.