sábado, 3 de noviembre de 2012

CUMPLEAÑOS DEL FIN DEL MUNDO





      Le había invitado a su cumpleaños y era el hombre más feliz del mundo. Porque él era un hombre, él era más que un joven de diecinueve; como sólo el amor hace a las personas ser más maduras en sus relaciones con los demás, reduciéndolos a un estado emocional infantil para lanzarlos a descalabrarse, posteriormente, contra algunas de las duras tapias del desengaño. El resorte del amor puede ser así de cruel. Nada nuevo bajo el sol. El sol. “¡Qué extraño color tiene el sol esta tarde!”, pensaba Pablo mirando por la ventana de su habitación. Más naranja e intimidatorio que nunca, el sol era un huevo frito gigantesco a punto de saltarle de la sartén a la cara. Un grupo de breves nubes formaba un marco circular a su alrededor.

      Álex sólo era un amigo, un buen tío. Probablemente Álex no había tenido nada con ella. Había asumido su fracaso. Pobre chico. Él haría que no sufriera demasiado de aquí en adelante, cuando intercambiara besos y abrazos con Marta. - Pablo, vendrás esta noche a mi fiesta de cumpleaños, ¿no?- le dijo Marta al acabar las clases mientras Álex, prudentemente, se alejaba cabizbajo. La frase de Marta todavía flotaba caliente por la habitación de Pablo, enredándose traviesa con las patas de la cama y subiendo a rozarse golfamente con el techo. Faltaba una hora para el feliz encuentro y tenía que darse una ducha. Había tiempo. El barrio de Marta estaba cerca de allí. Todo estaba muy claro. Sobraban las palabras. Las miradas y las sonrisas habían hablado. Iba a ser una gran noche. Desde algún lugar de la ciudad llegaba un ruido de sirenas.

 

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      Una hora y pico después caminaba entre sombras por los jardines de la urbanización. Sabía que la fiesta habría empezado pero no convenía ser demasiado puntual. Estarían Alberto y los demás, y sabía que iban a estar pendientes de él y Marta. Por otra parte, necesitaba tranquilidad. Juzgaba que el entrar en el tumulto de la comenzada fiesta le haría pasar desapercibido; ya habrían empezado a beber, a bailar, a alternar, a tener veinte mil cosas que observar antes que el encuentro de ambos. En momentos como ése los amigos pueden ser una carga. Estaba claro. Y estaba Álex, no había que olvidarlo. Probablemente llegaría pronto en un desesperado intento de disparar su pólvora final, su mojada pólvora final. Pobre chaval. Esperaba por su bien que no viniera. Tal vez algún día pudieran ser amigos.

      En la oscuridad olía fuerte, a atmósfera cargada. Quizás alguna alcantarilla atascada. En las últimas semanas había llovido fuerte. Caminaba por un sendero de losas desiguales rodeado de césped y árboles, llegando casi a la primera línea de casas de la urbanización. En esos momentos pensó en Dante, en Caronte, en que el sendero de losas bien podría ser una barca que surcaba las negras aguas hacia el más allá. La oscuridad del jardín se prestaba a ello. Como en aquellos cuadros que había visto en sus libros de Historia del Arte. Pues aquello era igual. Y estaba la luna, que parecía un sol, o que el sol se había comido la luna… Ahí seguía el huevo frito. ¡Qué color tan raro!. ¿Habría eclipse aquella noche?. No habían dicho nada por televisión. Había una farmacia en la primera línea de casas. Pablo podía ver la cruz verde luciendo entre los árboles. Ese tramo seguía siendo oscuro, y al entrar en la calle anexa comenzaba la zona iluminada por la luz naranja de las farolas, con ese tipo de bombillas que según dicen, gastan poco. En realidad con ellas no se ve un carajo. Al pasar junto a la farmacia, se abrió la puerta y salió Álex.

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      Tras las primeras palabras de sorpresa fingida, el resto del camino lo hicieron juntos. Álex se había echado la mano al bolsillo. El regalo de Marta, seguro. El amor no se compra, chico. -No veas lo que me duele la cabeza- había dicho Álex. – He tenido que entrar a comprar aspirinas. He estado a punto de no venir-. Silencio incómodo y nervioso. La tensión se corta en el aire. No te preocupes, Álex. Seré discreto. -¿Has visto lo de las explosiones?. Viniendo para acá he visto una. Un escape de gas, escuché a los vecinos. Los bomberos ya estaban allí. Se ha llevado una manzana entera. Luego la gente hablaba en el autobús. Ha habido otra cerca de mi barrio esta mañana, según me ha comentado mi hermano. Estos viejos… Se dejan el gas abierto y…- . Álex hablaba nervioso. Al parecer, el dolor de cabeza le hacía decir tonterías.

      Al cruzar una de las esquinas de la urbanización vieron a los bomberos trabajando entre un montón de escombros. Habían acordonado la zona, apartaban a una multitud de personas que miraban la escena con ojos de pavo de navidad. La luz del camión al girar provocaba un extraño efecto de luces y de sombras. Por un momento, las siluetas de los bomberos y su rapidez de movimientos al trabajar les hacía parecer androides mecanizados. Se movían sin rostro, como un ejército silencioso. Pablo pensó otra vez  en Dante y Caronte, el infierno… -¡Joder, macho!. ¡Esto parece la guerra! - , dijo Álex. Cuando siguieron adelante, a Pablo le había parecido ver fugazmente algo volando cargado con un bulto. Fue por un momento.

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      Llegaron al cumpleaños. Hacía rato que había empezado. Todo el mundo estaba distraído en el salón con un karaoke que habían regalado a Marta con canciones de Mecano, entre otras. Allá cantaban todos: “déééjalo yááá, sabes que nuuunca  has ido a Veeenus en un baaarcoooo…”, o algo así. Marta estaba radiante. Álex se despegó inmediatamente de él al entrar en la casa para perderse en el bullicio. Pablo se acercó al grupo de amigos apiñados frente al karaoke mientras iba sacando su regalo de debajo del jersey. Marta se había cansado de imitar a Ana Torroja y había ido en dirección a la cocina. Pablo la siguió y en su camino pasó junto a Álex, que a su vez miraba a Marta sentado en un sofá. Pablo se detuvo frente a él:

 

- Lo llevabas en el bolsillo, ¿eh?.

 

- ¿Qué?- dijo Álex algo distraído apurando un ron con cola.

 

- No, digo el regalo. Lo llevabas en el bolsillo. No me lo querías enseñar,  ¿eh?. ¡Qué cabrón!. ¡Mira el mío!.

 

Desenvolvió una esquina del papel de regalo con cuidado de no romperlo y le enseño una parte del pañuelo con figuras de Piolín que le había comprado a Marta.

 

- Ella es muy infantil. Le vuelven loca los personajes de  la Warner. Le va a encantar.

 

-Seguro – dijo Álex mirando despistado hacia las puertas batientes de la cocina.

 

Pablo siguió hacia la cocina y entró a dar a Marta su regalo.

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      El cuarto ron con cola tomado en el sofá le estaba aclarando las ideas como no lo había hecho la sobriedad. El pañuelo de Piolín pedía a gritos que lo mirasen, abandonado en algún rincón de la casa. Frente al karaoke apenas había tres personas y el resto, parejitas más que nada, bailaban agarrados una canción de mierda por el salón. Alberto se le había pegado en el sofá completamente borracho, y no paraba de decirle que era el tío más de putísima madre que había conocido. En la cabeza de Pablo sonaban explosiones, no sabía si de su interior o de la calle, y una rigidez de cemento le impedía alzar el rostro hacia las parejas que bailaban agarradas por el salón, entre las que estaban Marta y Álex. Comenzó a fabricar una cadeneta mental de negaciones para crearse la ilusión embriagadora de que lo mejor estaba por llegar: Marta no había mirado a través de las puertas batientes hacia Álex en el sofá mientras le estaba entregando el pañuelo, ella no le había dado las gracias fríamente mientras salía de la cocina con su bebida hacia el sofá; ellos no habían hablado durante toda la fiesta, ni se habían acercado, rozado, abrazado, besado y salido a bailar agarrados con las demás parejas. Es más, tampoco se habían cogido de la mano y se dirigían en ese mismo momento escaleras arriba hacia el dormitorio de Marta. Eso tampoco. Eso menos. Annie Lennox cantaba “There must be an angel (playing with my heart)“ cuando Pablo miraba al exterior a través de la ventana. Había mucho jaleo en la calle, parecía Nochevieja. Miró hacia el extraño disco que ardía en el cielo y no pudo más que pensar en un enorme condón de sabor tropical que se reía de él. En su cabeza tenía una tribu de salvajes bailando al son del tam tam. No pudo más. Se desmoronó. No quiso que nadie lo viera llorar. Cruzó el salón como un espectro  entre las parejas, que ya se habían despegado y adoptaban figuras imposibles al son de la música de Eurythmics.

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      Cada zancada que daba amenazaba con dejarlo sin piernas. El corazón se le salía pero ya no le importaba porque, en su desesperación e impotencia, lo creía dañado de muerte. Corría, sí. Corría como un loco escapando de aquel horrible lugar. Ya no podría llegar a Venus en un barco, ¡claro que no se podía ir a Venus en un barco!, ¡qué estúpida canción!. Pero las piernas sí le podían llevar a otros lugares lejos de allí, donde fuera. Las explosiones habían cesado en su cabeza pero no paraba de oír extraños aleteos encima suyo, como si la bandada de piolines del pañuelo que había regalado a Marta se lanzaran riéndose sobre él. Era una situación tan real que incluso sintió un picotazo en la oreja que le dolió bastante. La calle estaba llena de gente corriendo de un lado para otro, gritando desesperada. Chocó con varias personas en su huída. No fue hasta llegar al camino de losas del jardín, bajo la luz verde de la farmacia, cuando se detuvo. “ ¡Eh!, ¿qué pasa aquí?”. Sentía un dolor punzante en la oreja. Se tentó y al mirarse la mano vio sangre en ella y en su jersey. Al contemplarse en el escaparate vio un tajo limpio que le abría en dos la parte superior de la oreja. La visión de la herida, el dolor punzante, la carrera acelerada que se había pegado y el ron con cola en el estomago vacío le provocaron nauseas. Se dobló en dos dando arcadas, dejándose caer en el césped, bajo un árbol. Todo eran gritos y algarabía a su alrededor. Un  montón de llamas asomaba por encima de la farmacia y extrañas sombras voladoras cruzaban el cielo velozmente. Por un momento pensó que eran pájaros asustados pero…, eran demasiado grandes. Unos metros delante de él había un andador tirado, como el que utilizan las personas mayores. Estaba bloqueado, confuso, dolorido, no sabía lo que estaba pasando. Vio luces en el cielo, como cometas, pero pasaban muy cerca. Las explosiones barrían manzanas enteras, barriadas enteras. No era una guerra, no, era algo más horrible. Sólo fue consciente de que el mundo se acababa, de que aquella salvaje orgía de sangre que se desarrollaba a su alrededor era el fin, cuando miró arriba, hacia la parte alta del árbol bajo el que se encontraba y vio a aquella horrible criatura alada posada en la rama, devorando la cabeza del anciano que tenía asido con sus garras.