viernes, 12 de noviembre de 2010

Ciudad dormitorio

Hoy he andado mil kilómetros
 sin encontrar el mar.
 Largas, iguales, las calles.
 Dibujando una tragedia
 de geometría verde
 que corona su cabeza
 con piscinas rotas.
 He robado el movimiento.
 Sólo quedan los espejos.
 De mi bolsillo cuelga
 un llavero de olas
 que los pájaros miran
 con aire soñoliento.
 ¿Es el viento?.
 Sí, el viento.
 Que adorna su cabello
 con caracolas blancas
 que adoptan formas
 de algodón albiceleste;
 trayéndome el olor,
 la humedad y el salitre
 de un ancho océano
 que me ahoga con tu ausencia.
 Es la hora del fin del baño
 en la tarde del fin del mundo,
 en la que el asfalto susurra
 (al oído del que regresa)
 canciones de cuna
 para continuar el sueño,
 ¡no sea que se despierten
 con el agua quieta!;
 y los sonámbulos flotan
 hacia el umbral de sus casas
 acompañados de un sonido
 de enjambre domado,
 sin ganas de perseguir
 al ladrón de sus pasos
 que levanta mil kilómetros
 con los movimientos robados
 para abrir entre los setos
 de aguijones sin punta
 una ruta hacia el mar,
 lejos de la siesta.

LLuvia para los cuerpos

Hoy que la lluvia cae como cuchillos,
 trazando sendas frías en la piel
 de los que salen para escapar,
 la ciudad es más tropical que nunca
 con su playa muerta en ninguna parte.
 Debe ser este silencio goteante,
 este océano de esencia colgante
 que resbala por las paredes blancas
 o por los flequillos de las palmeras,
 el que me trae la paz en este sábado.
 Sábado-tarde. Las calles vacías
 con su sonrisa recién cepillada
 como en un anuncio adoquinado,
 con sus cejas de seto recortadas.
 No espero una llamada para mí.
 Las urbanizaciones duermen. Las veo.
 Te veo a ti en un recuerdo imposible,
 como si quisiera meter las páginas
 azules en el libro de las grises
 que contiene muestras de mi memoria
. Estas hojas me siguen adonde voy.
 Se pegan a las plantas de mis pies.
 Algunas se sueltan y como perros
 van corriendo persiguiendo a los coches.
 Pero, ¿adónde me llevan mis pasos?.
 Hace mucho que dejé de obligarme
 a buscar un camino en mis pisadas,
 un punto cardinal en los guijarros.
 Hoy todo es un deambular sin sentido,
 como pompas de aire que el agua arrastra.
 Veo los cuerpos nutrirse en silencio.
 Son unos pocos anfibios que andan
como yo - verdes, curvados y húmedos,
 en tardes en las que el mundo se acaba
 para los que ven la tele en sus casas.

Las playas de Tercia

Yo busco costas de concha,
 costras de sal tierra adentro.
 Pero no las encuentro.
 Navegando a la deriva,
 divisé en estas playas
 el atolón triunfante
 en la curva de un instante.
 Este poema que escribo
 ya lo descubrieron otros,
 como ondas repitiéndose,
 como peces ahogándose.
 Es como un beso blanco
 de pan sin levadura
 articulado de niebla,
 chepudo en vertical
 y de palmas de sueño cubierta.
 Su arena formada
 por huesos triturados,
 por el aire y el agua
 de la mar sagrada.
 La cresta de sus olas
 es como de humo helado,
 cumbre que ahoga
 el bostezo celeste.
 Oí las risas de muerte
 de los escualos
 y vi la sangre de las gaviotas
 pintando el poniente.
 Aquí perderé el habla un día de éstos
 retirada por siempre mi razón,
 naúfraga consentida,
 criatura voluble,
 caníbal solitario, por fin,
 devorando sus costas.

Bungalow

Descubridor de islas hoy me siento.
 Descubridor o mero observador.
 Ambas cosas igual mérito tienen.
 Trabajo manual inacabado:
 el cielo.
 Algodón rojo sobre papel negro.
 No existe la luna por esta noche.
 Solo, el río se maquilla en silencio
 teniendo como espejo las alturas,
 como un simpático payaso acuático,
 y sus aguas se transforman en vino.
 La sed llama a los que no tienen sueño
 al Bungalow.
 Temo repetirme en el ejercicio
 de expresar los recuerdos, como otros.
 De desgranar todas mis sensaciones
 con las manos de la inmensa rutina
 de la que estamos hechos los idiotas.
 De contemplar las caídas de otros
 con la tensión de los que los preceden.
 La noche: negra, roja, ocre...
 Sombras malditas. Vapor que cabalga
 hacia el cielo ausente que lo acoge.
 Una fábrica de cemento eterno
 muestra sus garras de licor de nicho
 al Bungalow.
 Cuando yo llegue, todo habrá empezado.
 También seré el último en marcharme,
 pero el primero en emborracharme.
 Me vuelvo a las manos que choco y miro:
 bosque de dedos son, entrelazadas.
 En retazos creo verte un instante
 como los cristales sobre las tapias,
 agudos y fríos para cortarme.
 Tú llegaste con tu belleza extraña.
 Vestida de muerta, tu piel reseca,
 escamas echadas sobre el dolor,
 saliendo por los juncos de la orilla
 al Bungalow.
 Llegó líquida la hora de irse
 atrapados en cortinas de agua.
 Tú ya no estabas cuando me repuse,
 así que volví al camino naranja
 para evitar el camino de barro.
 ¿Será cierto que el cielo puede caer?.
 Me cubro con las manos la cabeza.
 Maldigo al dios que hizo este día.
 El árbol-kiosco apaga sus hojas.
 Salvajes de gris hieren al río.
 Antes de que llegue el frío del alba
 se borrarán las risas ofrendadas
 al Bungalow.

Abierto hasta el amanecer

La barriada es una casa en fiestas
 sin gente sumergida en un pantano
 cuando recibe a la noche encendida.
 Andas por sus pasillos adornados
 con plantas que te parecen acuáticas
 y subes escaleras que te llevan
 a azoteas donde se pierde el sueño.
 Estas horas son los peces dorados
 de los estanques de un parque en sombra.
 Besan con sus bocas las piedras verdes
 cada vez más débilmente hasta el alba.
 Sabes que tu corazón no es la llave,
 que tu propïedad no es eterna
 y que tus pies no acotan los espacios.
 Esas motos que pasan te lo advierten
 cuando muerden como escualos tus oídos
 y con la misma rapidez se ocultan
 bordeando el coral de las rotondas.
 Pero hay algo aquí que no encaja.
 El rumor nocturno de la ciudad
 es como un murciélago transparente.
 Esta sitüación te sobrepasa.
 Esa fauna salvaje que observas
 no puede contenerse en un prisma,
 no en un cerco líquido tierra adentro.
 El agua negra borra tus sentidos
 y ante la confusión se te presenta
 una oportunidad para morir
 al vaivén melódico suburbano.
 Tras conocer tu error caminas rápido
 por las galerías del edificio,
 que se alzan como una trampa romana
 de historias que un día leíste
 de banquetes desiertos y hombres-lobo.
 Pasadizos que guardan en su vientre,
 más allá de las antorchas y viandas,
 bajo el asfalto como un espejo
 donde se admiran los labios en polvo,
 un telón de cuchillos con tu nombre.
 Pero no deja de tener encanto
 este peligro húmedo que pisas
 en las lúgubres bodegas del miedo.
 Es cierto que no has visto a las vampiras
 maestras de la danza de la serpiente
 cuya sola mirada paraliza
 al desdichado que osa indagar
 en sus secretos ocultos por siglos.
 Pero es tu realidad la que se impone,
 la que observas, la que estás palpando.
 Más sangrante que una mala película,
 más que todos sus actores ridículos.
 Y cuando llegas a la boya entiendes
 que estabas en un mar sin darte cuenta.